Leo por segunda vez en mi vida “Drácula” de Bram Stoker, una historia que tiene la peculiaridad de las que alcanzan la categoría de mito, es decir, que todo el mundo la conoce aunque pocos hayan leído la novela hoy en día. Aunque fundamentalmente el cine se ha ocupado de ir actualizando al personaje y sus circunstancias a cada generación, lo que suele pasar con los mitos es que sabemos cosas de ellos pero sin ser capaces de identificar de dónde sacamos esa información. Por ejemplo, no es improbable que alguien que no haya visto nunca ninguna adaptación teatral ni cinematográfica ni haya leído la novela original, no haya estudiado en el colegio ni el instituto nada que tenga que ver con Drácula, pueda asegurar que el vampiro no se refleja en los espejos o que muere si se le clava una estaca en el corazón.

Recuerdo que lo que más me impactó de la primera lectura hecha ya muchos años atrás, fue el ambiente tétrico y amenazante de Transilvania, donde, en realidad, transcurren sólo los primeros capítulos del libro. Acompañando el viaje de Jonathan Harker, uno de los protagonistas de la novela, hacia el castillo del conde, así como su experiencia como huésped en el mismo, el lector empieza recorriendo comarcas con paisajes hermosos, colinas agradables y aldeas acogedoras, hasta encontrarse, primero, con las misteriosas advertencias de los lugareños y las nerviosas reacciones de caballos y otros animales, y después, progresivamente, con la oscuridad y frialdad de la noche, el aullido de los lobos, los colmillos blancos y afilados, la ausencia de espejos en las estancias del castillo, muchas de las cuales permanecen cerradas con llave, criaturas reptando cabeza abajo por los muros, escaleras inquietantes, relojes que se paran misteriosamente…

Quería dedicar esta vez más atención a la acción en Londres (que es el núcleo de la novela, pero que mi mente había difuminado confusamente), a la descripción de la ciudad victoriana, a las relaciones entre los personajes o a la locura de Renfield. Pero, no pude evitarlo, me volvió a atrapar Transilvania con su folclore supersticioso y, especialmente, con todas las referencias a la noche, la oscuridad y las tinieblas.

Drácula (que como cualquier mito admite muchas interpretaciones y niveles de lectura) se me ha aparecido esta vez no como un personaje en sí mismo con su maldad innata y su crueldad despiadada, sino como el reflejo de la parte instintiva que todos llevamos dentro.

Las características más significativas del conde (funciona durante la noche y se estremece con la llegada del alba y el nuevo día, por lo que descansa en un ataúd durante las horas de sol, aislado del mundo, puede ver en la oscuridad y orientarse en la espesa niebla londinense, se transforma en murciélago y otros animales, actúa por instinto, tiene una fuerza sobrehumana y su talón de Aquiles son los símbolos religiosos) establecen una relación constante entre lo primitivo y salvaje y lo nocturno y oscuro, y por tanto, una tensión entre todo ello y la luz o los símbolos religiosos, que pueden funcionar como metáforas de la razón y la civilización.

La noche y la oscuridad representan así no sólo una posible amenaza, sino, sobre todo, nuestro parte primitiva, instintiva e irracional. Esa parte que alimenta nuestra agresividad, nuestra ira, nuestro miedo primigenio. Todo aquello que siglos de socialización nos han hecho manejar, controlar y, en ocasiones, reprimir y ocultar. Porque ese algo salvaje dificulta el desarrollo social, y no entiende de conceptos elevados como la justicia, la solidaridad o la igualdad, ni de sentimientos fraternales como la empatía y la compasión.

Pero Drácula, esa criatura de la noche que aglutina nuestras pasiones instintivas, tampoco se mueve movido por la crueldad, la maldad o el afán de poder o de destrucción. Es esencialmente egoísta. Se preocupa exclusivamente por su supervivencia. Evita las amenazas y se aproxima a la consecución de sus instintos. Pero el ser humano está constituido también por esa parte.

Si yendo por la calle, me encontrara con un león y junto a mí hubiera un niño solo y desvalido (pongamos por ejemplo), aunque intentara llevarme al niño conmigo hacia algún lugar seguro, una parte de mí no pararía de decirme: “no te preocupes por el niño, déjalo, va a ser una carga, sálvate tú”. No por crueldad sino porque esa parte primitiva sólo se preocupa por mi supervivencia. Y por nada más. Porque esa es su función. Otra cosa es que cada uno de nosotros como seres humanos, seamos mucho más que esas reacciones automáticas. Somos, a la vez, Londres y Transilvania. Somos la noche y el sol de mediodía.

Por eso es importante gestionar conscientemente lo instintivo, darle su espacio, comprenderlo y saber cuando ponerle límites, ver cuando nos perjudica en su ceguera e irracionalidad para manejarlo, pero siendo empáticos con ese fondo nocturno y tenebroso. No limitarnos a ocultárnoslo incluso a nosotros mismos.

Quizá por eso los vampiros no se reflejan en los espejos. Porque preferimos no ver esa parte instintiva que nos conecta con lo animal. Deseamos que el reflejo nos devuelva sólo nuestra imagen pulcra y civilizada, racional y luminosa. Pero si no nos conocemos con todo lo que somos, ¿cómo vamos a manejar nuestras vidas, a establecer relaciones genuinas con los demás o a plantearnos objetivos realistas que nos ayuden a desarrollarnos plenamente como personas?

A partir del 9 de enero el horario de secretaría del Instituto de Interacción será de lunes a jueves de 16 a 20h