En abril de 1945, antes incluso de que terminase la II Guerra mundial, cuando casi toda Europa, el norte de África y varios países de Asia se encontraban destrozados por la contienda, representantes de 50 naciones se reunieron en San Francisco. La idea inicialmente consistía en crear una organización internacional que pudiera evitar otro conflicto bélico como el que aún se estaba viviendo.
Así nació la O.N.U. (Organización de Naciones Unidas), cuando el 24 de octubre del mismo año 1945, la carta redactada en la Conferencia de San Francisco fue ratificada por la mayoría de países signatarios. Así se pretendía encontrar cauces de resolución de conflictos internacionales sin recurrir a la confrontación bélica. La O.N.U. ha generado documentos imprescindibles como la Declaración Universal de Derechos Humanos, la Convención sobre los Derechos del Niño y el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia. Ha desarrollado numerosas misiones humanitarias y se ha adaptado a algunos desafíos relacionados con el cambio climático o el desarrollo sostenible.
También es receptora de numerosas críticas como que es una organización ineficaz, que no se adapta a los cambios del orden internacional, que no ha evitado que aumenten las desigualdades entre los estados, que sigue estando demasiado influida por los intereses nacionales o que carece de mecanismos sólidos que garanticen que sus recomendaciones se conviertan en medidas implementadas y sus resoluciones en acciones efectivas.
Hace unas semanas, se organizó en el municipio de Collado Villalba un encuentro con formato de libro-fórum para establecer un diálogo sobre la enfermedad mental. Participaron personas con diagnosticadas con trastornos mentales graves y duraderos, familiares, profesionales de dispositivos de rehabilitación socio-comunitaria, representantes municipales y algunos vecinos interesados en el tema.
En dicho contexto, también recibimos bastantes críticas los profesionales, relacionadas con nuestra ineficacia, nuestras dificultades para adaptarnos a los problemas de cada persona en vez de utilizar una especie de molde común a todas ellas, el hecho de que pongamos en ocasiones nuestros propios intereses (egos personales, comodidad, pereza…) por encima de las necesidades de los usuarios de nuestros dispositivos, o que nos precipitemos a dar recomendaciones y consejos sin haber atendido previamente con suficiente atención lo que nos dicen las personas atendidas.
Porque la palabra que más frecuentemente apareció en las intervenciones de las personas diagnosticadas fue “soledad”. Y, por tanto, la conclusión a la que se llegaba una y otra vez, desde diferentes caminos, era que nada resultaba más sanador para ellas que llegar a establecer una comunicación auténtica y congruente con profesionales, familiares u otros afectados. Esto supone que el diálogo que se establezca debe partir de una escucha activa y desprejuiciada, desarrollarse de manera horizontal y empática, y suponer una experiencia significativa para ambos interlocutores. Muchas veces, decían, si vamos a contar algo a un profesional, no es para que nos dé un consejo o pretenda resolvernos el problema en unos minutos, sino sencillamente, para que nos escuche y nos devuelva algo de comprensión.
La O.N.U. debería mejorar bastantes cosas, pero al menos, sigue tratando de servirse del diálogo como forma de entendimiento. Ojalá las personas individualmente seamos capaces de usar cauces de comunicación, para aproximarnos a los otros, para tender puentes de entendimiento, para generar miradas libres de estigmas y prejuicios, que permitan, aunque sólo sea, acariciar las soledades de unas y otros.