Acabo de leer por segunda vez, tras un período de diez años, la novela de ciencia-ficción de Philip K. Dick que dio origen al guión de la película de Ridley Scott “Blade Runner”. Vaya por delante que no soy un aficionado al género y, de hecho, sólo he leído tres novelas que se puedan enmarcar en el mismo (“1984” de George Orwell, “Solaris” de Stanislaw Lem y la que da título a este artículo).

La novela, escrita en 1968, transcurre en el año 2019 (dentro de un año el futuro será pasado) y la historia gira en torno a un cazador de recompensas al que le encargan “retirar” a seis androides renegados (“replicantes” en la película). Una de las mayores dificultades del trabajo reside en distinguir a los androides, ya que han sido creados precisamente para parecer idénticos a los seres humanos.

Para ello, la trama especula con un la existencia de un test llamado Voight-Kampff que, básicamente, mediría respuestas fisiológicas como la respiración, el ritmo cardíaco o los movimientos de los ojos, ante la presentación de determinadas preguntas o situaciones que implicaban a seres humanos u otros seres vivos. Es decir, pretende detectar respuestas emocionales o ausencia de ellas. Lo que nos distinguiría a los humanos de los androides en última instancia, según Dick, sería, por tanto, la empatía.

Carl Rogers, uno de los psicólogos más influyentes de la historia y padre de la Psicología Humanista, estableció tres únicas condiciones, tres actitudes básicas del terapeuta, que serían suficientes para desarrollar una relación de ayuda exitosa: escucha empática, aceptación incondicional y congruencia. Y, de ellas, la empatía es la más importante, la que garantiza un proceso de comunicación sano entre dos seres humanos. Rogers no habló de androides.

No sé cuál será el futuro del ser humano a medida que se sigan produciendo vertiginosos avances en inteligencia artificial, no sé si algún día se crearán androides tan perfectos que resultará casi imposible distinguirlos de los humanos, pero hay algo que me resulta mucho más preocupante que todo esto.

Creo que lo importante no es tanto lo “humanizados” que puedan llegar a ser los androides, como lo deshumanizadas que puedan volverse algunas personas. Cuando nos alejamos de nuestras propias emociones, de nuestras vivencias, y nos obsesionamos con una única cosa (el dinero, la aceptación de los demás, el éxito, el reconocimiento), nos desconectamos de nosotros mismos, de nuestra humanidad.

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Esto me recuerda a los tebeos infantiles en los que un personaje contaba ovejas para dormir.

Me parece que nos hace más humanos disfrutar de los pequeños detalles, conocernos mejor a nosotros mismos o compartir momentos significativos (con empatía a ser posible) con otras personas. No sea que llegue un día en que seamos los seres humanos los que seamos incapaces de pasar el test Voight-Kampff. Y tengamos que preguntarnos: ¿habrá humanos que, para dormir, cuenten ovejas eléctricas?

Pablo Sierra Aramburu

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