Leo, después de varios años, de nuevo, “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad que, con una extensión de poco más de 100 páginas se mueve a medio camino entre el relato largo y la novela breve. Narra el viaje de Charlie Marlow, trabajador de una compañía comercial belga en la época colonial de finales del siglo XIX, a bordo de una barcaza de vapor, remontando el curso del río Congo hasta llegar, en la parte final del relato, al campamento de Kurtz, el mejor agente comercial de la Compañía, el que más cantidad de marfil consigue, pero un hombre que parece haber perdido la cabeza y se ha establecido por su cuenta convirtiéndose en un semidiós para los indígenas y habiendo establecido un reinado de terror en el corazón de África.
La novela prescinde de referencias concretas espacio-temporales y logra crear una atmosfera onírica en la que el viaje de Marlow se va convirtiendo en una pesadilla que tiene su clímax irreal y terrible en los dominios de Kurtz. En este sentido, la novela está constantemente salpicada por referencias a lo oscuro, oculto y tenebroso. Incluso refiriéndose a la forma en que el narrador (Marlow) cuenta sus historias de marino lo hace en estos términos: “envuelve el relato poniéndolo de manifiesto sólo como un resplandor pone de manifiesto a la bruma, como uno de esos halos neblinosos que se hacen visibles por la iluminación espectral de la luna”.
La imagen que transmite Conrad de África como un lugar remoto, salvaje y primitivo ha llevado a que un sector de la crítica haya tachado el relato de racista, mientras otras valoraciones han hecho hincapié en todo lo contrario: su crítica al colonialismo occidental.
Como cada lector (y cada lectura) es singular, en esta ocasión me he visto arrastrado hacia una interpretación más psicológica de la novela en la que el viaje remontando el río Congo era más un viaje interior hacia las zonas más oscuras de nuestra mente. Y el río, el paisaje, las costumbres y todo lo que representaban formarían parte de ese territorio desconocido de nuestra consciencia que transitamos sin mapas que nos sitúen ni brújulas que nos orienten.
He oído muchas veces a mis pacientes decir que prefieren no profundizar demasiado indagando sobre sí mismos no sea que descubran cosas horribles en su interior. Como las últimas palabras de Kurtz: “gritó dos veces un grito no más fuerte que una exhalación, ‘el horror, el horror´”. Mejor no arriesgarse. Seguir los consejos médicos o psicológicos pero sin entrar en profundidades.
Siempre nos asusta lo desconocido, pero si además está en nuestro interior resulta mucho más inquietante. Lo rechazamos o lo ocultamos a nuestra consciencia por medio de mecanismos de defensa. Preferimos seguir los consejos prácticos de un manual de autoayuda.
Pero hay ocasiones en que para superar una etapa complicada, para realizar un cambio profundo y eficaz, no hay otra manera que no sea mirándonos en el espejo de nuestras miserias, enfrentándonos cara a cara con nuestros miedos más recónditos. No resulta fácil. Puede parecer un viaje por un río que, como diría Conrad, “conduce a los más remotos rincones de la tierra, fluyendo sombrío bajo un cielo cubierto, parece dirigirse hacia el corazón de una inmensa oscuridad”
Pero no somos monstruos. Nuestros deseos, temores y frustraciones son tan humanos como los de cualquiera. Nuestras debilidades y vergüenzas son reconocibles y familiares. Y aunque el camino sea duro y el miedo nos advierta de terribles calamidades, siempre merece la pena explorar alguna región desconocida de nuestra propio yo, que nos vaya ayudando a completar el, en ocasiones, confuso mapa de lo que quiera que seamos cada uno.