Tres mitos del terror en el cine
A propósito de la noche de Halloween, ya completamente extendida y celebrada en nuestro país desde hace años, vamos a dedicar nuestro artículo del mes al terror en el cine. Como resultaría un tema inabarcable en el espacio de que disponemos, nos limitaremos a una breve reflexión sobre tres mitos múltiples veces llevados al cine precisamente porque habían alcanzado su condición de mito universal desde sus respectivos orígenes literarios.
Durante el período de cine mudo y los años treinta, el cine de terror se nutrió especialmente de la literatura anglosajona de los siglos XVIII y XIX. Ésta fue prolífica en la creación de mitos terroríficos que devolvían al hombre a su condición de animal, al menos en tanto en cuanto no fuera capaz de controlar sus instintos sexuales y agresivos. Tres fueron los iconos que más veces fueron llevados al cine: Frankenstein, el Doctor Jekyll y Mr. Hyde, y Drácula.
Los tres tienen en común que, más allá de su aparente condición de monstruos o criaturas aparentemente malvadas y destructivas, podrían interpretarse como representaciones del lado oscuro del ser humano. Y matizándolo más, puesto que los tres aparecen vinculados a la noche de diferentes maneras, aparecen como metáforas de la oscuridad, lo primitivo, los impulsos primigenios (incluyendo los agresivos y sexuales), en definitiva, de toda esa parte animal del ser humano que no ha sido aún domesticada por el proceso histórico de socialización. Por eso resultan tan inquietantes y, a la vez, tan cercanos; tan amenazantes y, sin embargo, tan dignos de conmiseración.
1º.- “Frankenstein” de Mary Shelley.
Nos encontramos en la novela y sus posteriores adaptaciones cinematográficas con el único monstruo de los tres, una creación realizada por un ser humano (el doctor Frankenstein), que pretendiendo diseñar una creación perfecta, termina por generar ese ser primitivo que asusta, más que por sus actos terroríficos, por su incapacidad para adaptarse a la sociedad y sus convenciones. porque la exacerbación de sus rasgos físicos, su manejo emocional primitivo y sus intentos frustrados por ser aceptado como humano sin lograrlo, lo aproximan a nuestro lado más irracional y, de hecho, en la novela se le menciona como “la criatura”, denominación con un claro componente animalesco. El monstruo puede ser interpretado como el lado salvaje de su creador. El personaje de la Criatura muestra sus dificultades para expresar sus emociones más primarias y las dificultades de su aprendizaje social. No obstante, refleja desde el principio buenos sentimientos, necesidad de afecto y curiosidad para aprender, pero su horroroso aspecto provoca el pavor entre los seres humanos. El monstruo, como los animales, no logra expresarse ni socializarse como los humanos, sin embargo, al haber sido creado de la nada, no ha tenido tiempo para desarrollar esas habilidades y es rechazado por los demás hombres, como se rechazaría a cualquier simio o chimpancé que pretendiera integrarse plenamente entre nosotros. Por eso la Criatura se refugia en las sombras y la noche, para no ser vista, para poder ser más ella misma, oscura y primitiva. La historia de Frankenstein nos remite a la conciencia de una identidad monstruosa, que bucea en sus orígenes sin querer aceptar esa naturaleza animal que reside en el fondo de todos nosotros.
Estéticamente, los dos filmes de la Universal dirigidos por James Whale que adaptaron el libro en los años treinta, recogen elementos expresionistas jugando con las luces y sombras, los claroscuros y el maquillaje como estrategias de terror. “El doctor Frankenstein” (1931) utiliza recursos como la oscuridad, lo oculto o los acordes disonantes en la banda sonora, que se convertirían en estrategias imitadas hasta la saciedad en el género posteriormente. “La novia de Frankenstein” (1935) juega con la visión cómica al desprender de sus personajes el lado más melodramático, logrando por primera vez una mezcla de géneros aparentemente incompatibles, que aquí se enriquecían mutuamente. La visión del mito de la Hammer a finales de los años cincuenta y durante los sesenta, incide en la ambigüedad de las relaciones, al mostrar el lado más oscuro del doctor y el más humano de la Criatura.

2º.- “Doctor Jekyll y Mr. Hyde” de Robert Louis Stevenson.
En este caso, la criatura monstruosa no es una creación del hombre, sino que forma parte de él. Mr. Hyde es “el otro yo” de Henry Jekyll, su parte más primitiva, descontrolada y amoral. La parte animal que reside dentro de Jekyll es aceptada inicialmente, pero después, se hace necesario un control de los instintos. Hyde es un personaje noctámbulo y es en la oscuridad urbana donde cobra sentido su existencia. Jekyll/Frankenstein tratan de crear “hijos” mejorados (un nuevo paso en la evolución), pero los “hijos” les devuelven el pasado evolutivo del que proceden. La Criatura y Mr. Hyde no son malos en sí mismos, actúan conforme a su naturaleza, pero el funcionamiento moral del ser humano provoca el rechazo, tanto más fuerte cuanto esa naturaleza forma parte de nosotros mismos.
La primera versión importante de la novela es la que dirigió Rouben Mamoulian en 1932, donde se destacan los rasgos simiescos de Mr. Hyde y su necesidad sexual descontrolada e insiste en las alusiones darwinianas cuando muestra como estímulo relacionado con la transformación de Jekyll, la visión de un pájaro que deja bruscamente de cantar al ser cazado por un gato. La transformación ante los ojos del espectador de Jekyll en Hyde fue un prodigio técnico, estrategia de terror también copiada mil veces que utiliza el cambio brusco hacia la deformación como estímulo incondicionado en el que apoyarse.
Es “El testamento del Dr. Cordelier” (1959) de Jean Renoir, la versión que más incide en las implicaciones evolucionistas del mito. En este caso, el doble del doctor es más joven y ágil (anterior evolutivamente y más dotado físicamente, como los animales) pero de apariencia repulsiva. El mensaje del director parece incidir en que la satisfacción natural de los instintos es necesaria y que, lo peor que podemos hacer, es realizarla desde la hipocresía social, disimulando y reprimiendo los instintos, en vez de investigarlos científicamente, conocerlos y aprender a manejarlos adecuadamente.
3º.- “Drácula” de Bram Stoker.
Supone el siguiente hito en el camino al poner de manifiesto de forma mucho más explícita que en los casos anteriores la parte animal del personaje, aquí justificada por el mito vampírico de los no-muertos. La descripción física del personaje (que, además, puede transformarse en diversos tipos de animal) mostrando a alguien de gran envergadura, mucho vello, cejas pobladas y orejas puntiagudas, lo dice todo. Más aún que la Criatura de Frankenstein o Mr Hyde, Drácula es hijo de la noche hasta el punto de que la luz diurna y los rayos de sol terminan con su existencia. Por eso se mueve entre las sombras, con fiereza, reflejando el reptil que todos llevamos aún dentro.
Más allá de los parecidos con la Criatura o Hyde (superioridad física respecto al hombre, actos malvados realizados para su propia supervivencia, lascivia sexual…), Drácula desafía una de las ideas religiosas más enraizadas en muchas culturas: la inmortalidad del alma. Precisamente, porque propone la inmortalidad del cuerpo (incluso al precio de perder la del alma). ¿No recuerda esto a la idea de “El gen egoísta” de que son los genes los que perpetúan sus propias copias, eligiendo a diferentes especies para transmitirlas y mantenerse eternamente vivos?
“Nosferatu” (1922) de F. W. Murnau es, tal vez, la mejor adaptación, y bastante libre, de la novela de Stoker. Las estrategias de terror utilizadas sentarían las bases de buena parte del cine de terror posterior. Destacan la caracterización del vampiro con rasgos animalescos mucho más destacados que en famosas adaptaciones posteriores, que resulta repugnante, jugando con el estímulo incondicionado de los rasgos físicos antinaturales y malformados; el uso de las sombras (vemos la del conde subiendo unas escaleras y su mano se alarga de un modo inhumano hasta alcanzar el picaporte de una puerta) que aportan estímulos incondicionados relativos a fenómenos extraños que no debían actuar de una determinada manera; la oscuridad, estímulo condicionado relacionado con lo oculto; o los abundantes contrapicados, con la cámara en posiciones inhabituales para el ojo humano, logran generar una sensación de extrañeza desasosegante en el espectador.
Es representativa dentro de la temática vampírica en cuanto al uso de recursos cinematográficos que aprovechan los convencionalismos que la propia historia del cine ha ido creando y que funcionan como estímulos condicionados con alto valor predictivo la película de 1967 de Roman Polanski, “El baile de los vampiros”. El marcado tono de comedia le permite al director polaco un distanciamiento del mito y una mayor libertad para parodiar/homenajear el cine de vampiros en general, y los de la productora Hammer, en particular. Es admirable la soltura con que maneja la noche, las sombras, los planos cerrados de Sharon Tate en situaciones amenazantes, las estridencias de la banda sonora, el juego de puntos de vista de las víctimas, en ocasiones, pero en otras, de los propios vampiros, etc.
En todo caso, la similitud entre animales y humanos produce, en sí misma, un efecto inquietante, atemorizante, que nos arrastra a rechazar nuestros aspectos irracionales, incapaces de asumir nuestros orígenes (y nuestro presente) hasta sus últimas consecuencias. Tal vez, los esfuerzos civilizadores de la sociedad han terminado por pretender alejarnos tanto de lo animal, que han convertido cualquier posible asociación entre lo animal y lo humano en un poderoso estímulo condicionado, elicitante de respuestas relacionadas con el desagrado, la repugnancia y el horror.
Y aún hoy, deseamos que no cambien la hora y los días sean lo más largos posibles, porque da más alegría, decimos, porque así aprovechamos mejor el día, suponemos, porque si se hace de noche tan pronto, no dan ganas de salir, sino de quedarse en casa. ¿No será que, en el fondo, nos sigue aterrorizando la noche, no tanto por lo que tiene de oscura y peligrosa, como porque representa nuestra propia oscuridad interior, nuestros impulsos irracionales y nuestro descontrol?

Pablo Sierra
Psicólogo Humanista