Últimamente, mis hijos (una niña y un niño pequeños) han generado un conflicto respecto a qué silla debe ocupar cada uno de ellos a la hora de desayunar, deseando siempre uno la que ha elegido previamente el otro. Les he propuesto que lo echaremos cada día a cara o cruz, lo cual supone una solución siempre que sean capaces de aceptar la derrota, cosa que, más o menos, se ha conseguido.


Los tres primeros días (independientemente de quien la haya elegido) salió cara. La niña me dice el cuarto día que quiere elegir cruz porque se ha dado cuenta de que aún “no ha salido” y tiene que aparecer. Trato de explicarle que eso no tiene nada que ver y que la probabilidad de que salga cara o cruz es la misma cada día. Su forma de razonar ha incurrido en la falsa creencia conocida como falacia del apostador o falacia de Montecarlo.

Este verano se cumplirán 105 años del suceso que dio origen a la denominación de dicha falacia. En agosto de 1913, en el Casino de Montecarlo, sucedió algo completamente excepcional. La bola había caído diez veces consecutivas en el negro. Los jugadores comenzaron a apostar cantidades progresivamente mayores de dinero al rojo en la creencia de que en la siguiente sería casi imposible que se repitiera el mismo color. Tras 25 bolas “negras” consecutivas, les parecía imposible que la siguiente no fuera roja, pero, para sorpresa de todos, volvió a salir el negro. Aquella noche la bola cayó 26 veces consecutivas en el negro.

Algo parecido a la falacia del apostador nos sucede en ocasiones al valorar acontecimientos de nuestra propia vida. Es un pensamiento tan frecuente que muchos de nosotros hemos podido tenerlo o conocemos a personas que lo han expresado. Tiene que ver con la idea de que, después de una serie de desgracias consecutivas, ya toca que nos pase algo bueno, o la creencia complementaria: si nos están saliendo las cosas demasiado bien, en cualquier momento va a pasar algo que lo estropee todo. Ambos pensamientos resultan irracionales, ya que la vida (como la ruleta) no tiene memoria y el azar no se regula a sí mismo.

Considero que lo adecuado es no “confiar” en los designios del azar y, por tanto, asumir la responsabilidad de nuestra propia vida, afrontando los problemas, aceptando nuestras emociones y buscando soluciones creativas. Y, por supuesto, disfrutando de las rachas positivas mientras duren. Es decir, valorándonos como personas y confiando en nuestros recursos, para rebelarnos contra un azar justiciero que sólo nos premiaría después de habernos sometido a una sucesión de desgracias o nos hundiría tras una serie de éxitos consecutivos.

Sólo me queda por decir que, tras estas reflexiones, me dispongo a interrumpir la “solución” para mis hijos de jugarse las sillas a cara o cruz y, en adelante, intentaré que lo hablen, negocien, acepten sus sentimientos de frustración, busquen soluciones por sí mismos, relativicen la importancia de una silla u otra y, por supuesto, disfruten lo más posible de sus desayunos.

Pablo Sierra Aramburu

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