Leo un relato de Philip K. Dick, escritor de ciencia-ficción. Es este un tipo de literatura que no aprecio especialmente, pero Dick me parece más interesante que la mayoría de especialistas en dicho género. He leído un cuento corto titulado “El abonado”. Forma parte de una recopilación de diez de sus relatos que fueron la base para los guiones de los diez episodios de la serie televisiva “Electric dreams”.

“El abonado” comienza en una estación de trenes. Un hombrecillo (así definido por el autor) se acerca a la ventanilla y pide al vendedor llamado Ed Jacobson un billete para Macon Heights. Jacobson comprueba sorprendido el listado de paradas para confirmar que ese lugar… no existe. El hombrecillo queda consternado, atónito y sólo alcanza a responder: “¿Qué quiere decir? Yo vivo allí”.

No pude evitar que, más allá de los derroteros por los que discurre el relato, me invadiera una sensación, algo parecido a la toma de conciencia sobre la fragilidad de la vida humana; no en el sentido de la posibilidad de la muerte (que también está ahí), sino de cómo puede venirse abajo un determinado estado de cosas que nos parece sólido e inmutable.

Una parte importante de nuestras vidas se sustenta en una razonable repetición de hábitos que, además de su vertiente puramente práctica (tener unos horarios repetitivos, por ejemplo, permite mantener un trabajo, un ritmo de sueño, etc), nos aporta seguridad, confianza, algo que refuerza nuestra identidad y, sobre todo, sensación de estabilidad. En mayor o menor medida, todos llevamos una determinada organización vital, que se articula en torno a unas actividades, tareas, responsabilidades, con carácter cíclico.

Y no es que nada de esto sea negativo, al contrario, sin embargo puede sucedernos que tendamos a “agarrarnos” excesivamente a esas rutinas, a depender exageradamente de ellas. Y no es difícil detectar los síntomas de esa rigidez: dormir peor cuando no lo hacemos en nuestra cama;  preferir comer en un restaurante franquicia cuando viajamos al extranjero, en vez de probar productos del lugar; sentirnos inquietos porque se nos olvidó el móvil en casa…

Me parece que sería un ejercicio sano emocionalmente hablando probar, de vez en cuando, a flexibilizar una rutina habitual. Cosas pequeñas como cambiar el orden de nuestros hábitos de aseo en el baño, modificar el recorrido habitual para ir a cualquier sitio, pedir un menú diferente al que siempre nos apetece, comprar un libro de un estilo distinto al que sabemos que suele gustarnos, iniciar una conversación con un compañero de trabajo con el que tenemos poco trato… Flexibilizar y tomar conciencia de que nada es para siempre. Porque las personas cambian o se van, los trabajos terminan, la vida cambia el curso de los acontecimientos. Pero no se trata de vivir con el agobio de que cualquier situación estable puede estropearse repentinamente, sino precisamente de poder valorar lo positivo que tengamos en cada momento y estar preparados para los cambios que puedan ir presentándose.

Porque es posible que llegue el momento en que pidamos un billete para regresar, como cada día, a Macon Heights, y descubramos, atónitos, que ese lugar ya no existe. Pero también es posible que seamos capaces de afrontarlo no sólo como una pérdida dolorosa, sino también como una oportunidad existencial de renovación, o como dice Emmanuel Carrére en su peculiar biografía de Philip K. Dick, de aprender a movernos en el extraño devenir de las cosas.

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