Leo una novela breve de Milan Kundera, titulada “La lentitud”. Se trata de un libro de apenas 170 páginas en el que se entremezclan una historia que transcurre en el siglo XVIII en un castillo francés, extraída de un relato poco conocido titulado “Point de lendemain” de Vivant Denon, con una visita que el propio autor y su mujer hacen al mismo castillo reconvertido en hotel en el siglo XX.
El contraste entre esos dos siglos va apareciendo a lo largo de la novela, pero Kundera pone el énfasis fundamentalmente en la diferencia de velocidad. Los amantes del siglo XVIII llegan al castillo en una calesa, mecidos suavemente por el balanceo lento del carruaje, mientras el autor y su mujer acceden en coche, por una carretera secundaria en la que otros vehículos muestran su ansiedad por la dificultad de adelantarles debido al tráfico en sentido inverso.
Y es esa diferencia de velocidades la que marca el sentido de la historia.
A pesar de la dificultad que entraña hacer valoraciones generales y etiquetar periodos históricos, creo que es innegable que en nuestra época todo va cada vez más rápido. En la sociedad actual en general, y en ‘la urbanita’ en particular, la prisa por llegar, el aprovechamiento del tiempo, la velocidad de procesamiento de los ordenadores, hacer ‘zapping’, no ya para poder elegir un contenido audiovisual concreto, sino para convertirse en un fin en sí mismo, un vertiginoso carrusel de imágenes, tras el que poder irnos a la cama… todo parece enfocado a valorar la rapidez de las cosas.
Por el contrario, todo lo que suponga lentitud y espera está considerado como algo incómodo y la expresión “pérdida de tiempo” tiene una connotación innegablemente negativa. Estar en un atasco, tener que hacer una cola, aguardar en una sala de espera… son situaciones que se hacen tediosas o estresantes.
La velocidad se ha convertido en un mecanismo de defensa que nos protege de la propia auto observación. Te obliga a estar concentrado, a vivir el momento presente, a olvidarte de las preocupaciones.
Mientras que la lentitud te permite ser reflexivo, recordar lo vivido, tomar conciencia de tus sentimientos. Y cada vez todo esto nos asusta más, nos incomoda.
Me doy cuenta de que mi vida se ha convertido en una sucesión de actividades que enganchan unas con otras de manera frenética (no significa que no tenga tiempo para tomarme unas cervezas con amigos o hacer planes con mi familia, pero esto se entremezcla con mis obligaciones en una maraña de acciones que se suceden unas a otras sin descanso).
¿Estaré tratando de vivir vivamente el presente (pero ajeno a mi vida interior) para esquivar el dolor de las pérdidas ocurridas o evitar la angustia del incierto porvenir?¿Será por eso que prefiero las trepidantes novelas urbanas de finales del siglo XIX y de todo el XX a las parsimoniosas historias de los siglos XVII y XVIII?¿Me estaré autoengañando cuando disfruto conduciendo mi viejo Opel Corsa mientras sospecho que me aburriría soberanamente viajando en una calesa dieciochesca?
Y ahora, que aún tengo recientes las imágenes de la novela de Kundera (un antiguo castillo convertido en hotel, un motociclista, un carruaje de caballos perdido en la niebla, cámaras de televisión, un coche visto por el retrovisor…), me viene a la cabeza un pensamiento que supongo es casi universal: el de desear disponer de más tiempo. No necesito tiempo para descansar y mucho menos para poder hacer más cosas. En todo caso, quizá, lo necesitaría para hacer lo que quiera que decida hacer, pero más lentamente.